Tiempo de florecer


¿Alguna vez te has puesto a observar el trabajo de los jardineros? En mi casa tenemos un pequeño jardín que ya necesitaba mantenimiento, y, como imaginarán, en estos tiempos no es una tarea fácil conseguir un jardinero, así que, con mi familia, tomamos la decisión de arreglarlo nosotros mismos. Fue una tarea bastante complicada, considerando que nuestro jardín, ciertamente, se encontraba muy descuidado. Tenía, más bien, la apariencia de un monte. Así que, con herramientas de jardinero en mano, comenzamos la obra. Mientras trabajaba en el jardín, vino a mi mente el concepto de mayordomía, del cual Dios nos habla en Su Palabra. ¿Qué tiene que ver esto, se preguntarán?

‘‘Y los bendijo con estas palabras: Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los reptiles que se arrastran por el suelo’’. Génesis 1:28 (NVI)

En el libro de Génesis vemos que se nos dio el mandato de cuidar la tierra, los animales, la naturaleza y todo lo que en ella existe. Sin embargo, las noticias de todos los días nos muestran que, lamentablemente, este es uno de los encargos de Dios del que menos cuidado hemos tenido. Hay tanta contaminación, tala indiscriminada, basura por todas partes y otras atrocidades que dan cuenta de la desidia con que tratamos el lugar que Dios preparó con tanto amor para que tú y yo habitáramos.

Aquí entra esa primera noción de mayordomía, pues cada uno de nosotros es precisamente un mayordomo, cuya responsabilidad es administrar y cuidar de los bienes y de la tierra que Dios nos ha encargado y entregado para que la disfrutemos. Esto es tan importante porque mientras la Palabra misma revela que Dios vio que toda Su creación era buena en gran manera, nosotros, por otro lado, nos estamos encargando de destruirla, demostrando, por tanto, menosprecio por la bondad y perfección de la creación de Dios.

Como les contaba, en mi jardín había crecido mucha hierba mala, esa que no produce fruto alguno. Jesús precisamente usa un ejemplo similar para ilustrar la parábola del sembrador, que se encuentra en Mateo, capítulo 13 versículos del 1 al 9. La parábola nos habla sobre un sembrador que dejaba caer sus semillas en la tierra y describe diferentes tipos de tierra en la que dichas semillas pueden caer. Hay esa tierra fértil y buena; o también aquella bastante dura, como la que había crecido en mi jardín, la cual quizás alguna vez fue fértil, pero que se endureció producto del descuido de años.

‘‘Este es el significado de la parábola: La semilla es la palabra de Dios’’. Lucas 8:11 (NVI) Jesús mismo lo explica. Y al pensar en la palabra de Dios, la cual sabemos que es viva, eficaz, que permanece para siempre y que sostiene todo el universo, no es difícil concluir que, ciertamente, si no hay fruto en nuestra vida, no es porque la semilla no exista. El asunto clave esencialmente radica en el tipo de tierra en la que dicha semilla eterna cae. Y esta verdad nos exhorta, puesto que la parábola es clara en ilustrar que la tierra es una representación de ti, de mí, del hombre en general.  

‘‘Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron’’. Mateo 13:4 (NVI) De la misma manera que si en este momento echáramos una semilla en el pavimento, ciertamente no dará fruto alguno; lo más probable es que un pajarito o el viento se la lleve. Este ejemplo en la parábola ilustra a aquellos que oyen el mensaje, pero cuya enseñanza no genera nada en sus vidas.

‘‘Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó’’. Mateo 13: 5-6 (NVI). Estas piedras en la tierra son aquellas cosas que impiden que la semilla germinada pueda sentar raíces firmes. Representan los resentimientos, rencores, heridas, odios y demás sentimientos negativos que el hombre alberga en su corazón y que impiden el desarrollo y producción del fruto que Dios anhela ver en nuestras vidas. Y es que estas piedras, en un inicio, no eran parte de nosotros; lamentablemente en el camino, somos nosotros mismos quienes hemos permitido que poco a poco se incrusten e invadan nuestra tierra. Y como la semilla no pudo asentarse en raíces robustas y profundas, sucede que cuando llegan los tiempos de pruebas, de dolor, de ansiedad como los que vivimos hoy en día, simplemente vemos como la planta que germinó empieza a marchitarse y a buscar desesperadamente a qué aferrarse; a poner su confianza, quizás, en cosas que no provienen de Dios.
‘‘Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron’’. Mateo 13:7 (NVI). Los espinos que son la representación del dinero, fama, aceptación, placeres de este mundo y mucho más, tristemente hacen que, tan pronto nuestra semilla germine, apartemos nuestra mirada de aquella Palabra viva, para dar lugar a que los deleites del mundo, que el enemigo pone en nuestro camino, nos deslumbren y distraigan, para finalmente terminar alejándonos del Señor. Muchas veces permitimos que esos espinos se conviertan en ídolos en nuestra vida, los cuales desplazan a Dios a un plano secundario, cuando es a Él a quien le pertenece el primer lugar. Una vida con Dios en un plano secundario no verá otro resultado que una planta que eventualmente se marchitará.
‘‘Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno’’. Mateo 13:8 (NVI). Ciertamente, cualquiera de nosotros que lea esta parábola anhelará ser este tipo de tierra buena que produce fruto en gran manera. Sin embargo, la naturaleza misma de cualquier planta que lleva fruto nos demuestra que hay todo un proceso por el cual la planta tiene que pasar para dar ese fruto. Volviendo al ejemplo de mi jardín, como anteriormente mencioné, este estaba lleno de hierba mala que había que retirar; y ciertamente esto tomó mucho tiempo y un gran esfuerzo. Y le llamamos hierba mala precisamente porque no solo que esta no da frutos, sino que además estaba robando los nutrientes que serán necesarios para que esas lindas flores, que mi madre estaba ilusionada por sembrar en su jardín, puedan crecer y desplegar su belleza. En nuestra vida puede suceder algo similar y cabe preguntarnos: ¿hemos permitido que nuestro corazón se asemeje a ese pedazo de tierra en el que solo crece monte y que está lleno de piedras que nos lastiman, como los resentimientos, la tristeza, amargura, y el mal carácter? Quizá habremos incluso llegado a pensar que esta condición ha estado presente en nosotros desde siempre, porque así es como Dios nos creó. Pero esa idea no es más que una mentira que contradice el diseño original de Dios y que nos mantiene en la negación de aceptar que ese deterioro, improductividad y aridez, no son más que el resultado de nuestro propio descuido. Más aún, producto de ese descuido, no solo que nuestro corazón está lleno de “monte” que no trae fruto alguno, sino que ese monte lo único que hace es robarnos las fuerzas, energías, gozo, paz y serenidad.
Es hora de comenzar a arreglar ese jardín hermoso que hay dentro de ti. Para ello, debes identificar esas tantas hierbas que están ahí presentes y cuyas raíces dañan la misma tierra y las plantas fructíferas a su alrededor. Es tiempo de limpiar esas piedras que impiden que las buenas plantas echen raíces firmes; de podar esos espinos que ahogan cualquier buena semilla que se planta en nuestro corazón y que Dios anhela que produzca el mejor fruto, que es servir a otras personas. Es necesario comenzar a remover esa tierra dura y de echarle abono; y viendo hacia adelante, es tiempo de dejar que esa buena semilla caiga en tu tierra y de que, día a día, la riegues y la cuides con celo y esmero. Y así mismo, de entender que cada día requiere de aquel proceso constante de cuidar que ninguna mala hierba, piedra o espino invadan la buena tierra, no sea que esa fertilidad que es necesaria para nuestro crecimiento y propósito de llevar una vida fructífera y abundante, se vea comprometida.
¿Qué clase de tierra eres? ¿Cuál quisieras ser? Remueve la tierra de tu corazón y conviértete en esa tierra buena que da fruto. La semilla ya está en el huerto, lista para ser sembrada. Entonces, es hora que decidas en cuál tierra quieres recibir esa preciosa semilla. No dejes que pase más tiempo sin que vuelvas tus ojos a tu huerto y, con azadón, rastrillo y pala en mano, comiences a poner en orden lo que hace mucho tiempo quizás descuidaste.
Gloria sea a Dios







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